Separándonos del mundo

Para esta parte de nuestro estudio sobre placeres y dolor, vamos a examinar los problemas del legalismo y nuestra responsabilidad de vivir en el mundo, contagiándolo de nuestra forma de vida, en lugar de contaminarnos con sus prácticas.

Empecemos por dejar claro el equilibrio que debe haber entre reglas y relación. Para esto, permítame hacer una distinción importante con un símil que me parece claro:

Pensemos en dos modelos de agrupación en nuestras sociedades. El primero de ellos es el modelo familiar, donde usted es miembro y por serlo usted está sujeto a ciertas reglas de convivencia familiar. No cumplirlas no lo excluye del grupo, pero daña la comunión dentro de la misma. El segundo es el modelo de club social, donde, para ser miembro, usted tiene que cumplir reglas y si no se compromete a hacerlo, simplemente no puede entrar en la membresía.

El modelo de Dios, obviamente, es el familiar, donde Él como padre ha puesto reglas para formar y proteger a los miembros de su familia. Tanto es así, que desde las primeras leyes que Dios dio, que son los diez mandamientos, empezó priorizando la relación y no la ley.

Permítame explicarlo mejor: El pueblo judío acaba de pasar 400 años de esclavitud. Lo único que saben es seguir órdenes y ser maltratados, sin embargo, para empezar los mandamientos, Dios prioriza la relación (Ex.20:1 al 3). Tú y yo tenemos una relación, dice Dios, y esa relación tiene las siguientes regulaciones que te protegerán del dolor y formarán tu carácter.

Entonces, es importante, empezar entendiendo que lo que Dios quiere es que prioricemos no es la ley, sino la relación entre Él y cada uno de nosotros, y el legalismo nos impide ver lo vital de una vida espiritual relacional.

Tanto es así que si observamos la época de Jesús vemos por un lado a los fariseos, los líderes religiosos más respetados de su época, que tenían un sistema hermético de moral y muchas ventajas de profesión de fe. Por el contrario, los seguidores de Jesús comenzaron desaventajados. Incluían mujeres de virtudes dudosas, discípulos traidores, esclavos, dueños de esclavos y un fanático que torturaba cristianos. Los últimos triunfaron encendidos por el Espíritu, los primeros desaparecieron.

Jesús advirtió a los fariseos que el gran problema que tenían era el reemplazo de la búsqueda de una vida espiritual por la de una vida sustentada en la justificación propia por medio de la ley. Para los cristianos vivir bajo estrictas reglas se convierte en un peligro, cuando apaga la vida espiritual en lugar de expresarla.

Desenfóquese de tanta regla y use todas sus energías en alimentar la vida interior. Si confía en lo exterior (disciplinas) puede abandonar la fe al primer contacto exterior, pero si limpia lo de adentro nada del exterior lo puede cambiar y puede abrazar a un mundo lleno de pobreza, promiscuidad y violencia y no contaminarse.

El cristiano debe experimentar el mundo exterior aún con los peligros que eso puede representar. Cultivar amistades no cristianas y demostrar que la belleza, los anhelos, la curiosidad y la alegría, son todos regalos de Dios para nosotros, perfectos para explorar. Se espera que abracemos el mundo exterior con un sentido santo de gratitud.

La iglesia fue una vez una administradora de la cultura, su patrona, y su guía. La educación, el arte y la música tuvieron sus raíces en una comunidad eclesiástica comprometida con la voluntad de Dios hecha “tanto en el cielo como en la tierra”. Cuando ignoramos al mundo más allá de nuestro ambiente, sufrimos y dejamos de lado nuestra responsabilidad.

Cuando permitimos que el legalismo lleve nuestra vida, lo que comienza como una expedición emocionante a menudo se instala en la normalidad y termina en la decepción. Es por esto, que nos puede llevar años ver la oración como un privilegio y la lectura de la Palabra como una fuente de vida, porque los considero mi obligación.

Las reglas y las doctrinas por si solas no nos protegen contra las sorpresas que nos ofrece el mundo exterior donde no todo es blanco y negro. Habrá que beber de la fuente de la gracia bastante a menudo, porque nos equivocaremos en esta interpelación.

Y es que la alternativa es inaceptable. Enconcharnos, para protegernos de la contaminación, y convertirnos en verdaderos jueces de la moralidad, hace que la gente nos vea como personas que somos más dignos de pena, que gente a las cuales escuchar y seguir. El legalismo se infiltra, lo que permite que los más “espirituales” vean a los otros con un leve desprecio.

Si no entendemos que debemos de vivir en libertad, y administramos esa libertad como lo hizo Pablo, pensando siempre en no permitir que se afecten los “débiles en la fe”, nunca seremos personas que puede influir un mundo, que necesita a Jesús y no un código de conducta religioso, que debe ser el resultado de esa relación y jamás la fuente.

Cambiemos nuestro interior, permitamos al Espíritu Santo conducir nuestra vida, y podremos influir al mundo de la forma en que Cristo lo concibió.

Nosotros somos los llamados a demostrar una fe que vale la pena en un mundo que observa.


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