A los entrenadores atléticos les gusta usar la frase: «Sin dolor no hay ganador.»
Como estrella del equipo de atletismo en la escuela secundaria (bueno, tal vez no era una estrella, pero me esforzaba mucho), recuerdo que los entrenadores nos decían a menudo que practicar duro nos sería beneficioso. Y tenían razón. No siempre ganábamos, pero nuestro arduo trabajo sí produjo beneficios obvios. Aprendí mucho acerca de mí mismo en aquellos años, y hoy día estoy aprendiendo mucho más a medida que me disciplino para trotar diariamente. Muchos días quisiera no hacerlo, no deseo sentir el dolor de tener que hacer ejercicios de estiramiento. Preferiría no llevar el «radiador» de mi cuerpo a ningún extremo, ni tener que luchar contra la fatiga cuando subo por colinas. Entonces, ¿por qué lo hago? El beneficio hace que el dolor valga la pena. Mi presión sanguínea y mi pulso se mantienen bajos, no me crece la barriga y me siento más alerta y saludable. El ejercicio puede tener beneficios obvios, pero ¿y el dolor que no escogemos nosotros? ¿Qué podemos decir de las enfermedades, los accidentes y la agonía emocional? ¿Qué beneficio puede salir de ello? ¿Ganamos realmente por experimentar ese dolor?
Consideremos lo que tenía que decir alguien que sufrió mucho. El apóstol Pablo escribió en Romanos 5:3,4: “… también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la prueba, esperanza.” Pablo introdujo su afirmación acerca de los beneficios del sufrimiento diciendo: «Nos gloriamos en las tribulaciones.»
¿Cómo pudo decir que debemos gloriarnos o ser felices por tener que vivir una tragedia dolorosa? Es evidente que no nos estaba diciendo que celebrásemos nuestros problemas; más bien nos estaba diciendo que nos regocijásemos por lo que Dios puede hacer, y hará, por nosotros y para Su gloria a través de nuestras pruebas. Las afirmaciones de Pablo nos exhortan a celebrar el producto final, no el proceso doloroso en sí. Con eso no quiso decir que debemos obtener una especie de gozo morboso de la muerte, el cáncer, las deformaciones, los reveses económicos, una relación rota o un accidente trágico. Todas esas cosas son horribles, negros recordatorios de que vivimos en un mundo que ha sido corrompido por la maldición de los efectos del pecado. El apóstol Santiago también escribió acerca de cómo deberíamos regocijarnos en el resultado final de nuestros problemas. Dijo: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce paciencia. Mas tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna” (1:2-4). Cuando combinamos las verdades de esos dos pasajes vemos cómo los resultados buenos y dignos de alabanza del sufrimiento son una perseverancia paciente, un carácter maduro y esperanza. Dios puede usar las dificultades de la vida para moldearnos de manera que seamos más maduros en la fe, más piadosos, más semejantes a Cristo.
Cuando confiamos en Cristo como Salvador, el Señor no nos convierte instantáneamente en personas perfectas. Lo que hace es quitar el castigo por el pecado y colocarnos en el camino que lleva al cielo. La vida se convierte entonces en un tiempo para desarrollar nuestro carácter a medida que aprendemos más acerca de Dios y de cómo hemos de agradarle. El sufrimiento nos obliga dramáticamente a lidiar con asuntos más profundos de la vida. Al hacerlo, nos hacemos más fuertes y maduros.
Mi abuelo, el doctor M. R. De Haan, habló acerca del moldeamiento de nuestras vidas en su libro Broken Things [Cosas rotas]. En el mismo escribió: Los mejores sermones que he escuchado en mi vida no se han predicado desde un púlpito, sino en lechos de muerte. Las verdades más grandiosas y profundas de la Palabra de Dios muchas veces las han revelado, no aquellos que predicaron como resultado de su preparación en el seminario y su instrucción, sino aquellas almas humildes que han pasado por el seminario de la aflicción y han aprendido por experiencia propia lo profundo de los caminos de Dios. Las personas más alegres que he conocido, con algunas excepciones, han sido aquellas que han tenido menos días buenos y más dolor y sufrimiento en la vida. Las personas más agradecidas que he conocido no son las que anduvieron por un sendero de rosas toda su vida, sino aquellas que se hallaban, debido a sus circunstancias, confinadas a sus hogares, muchas veces a sus lechos, y que habían aprendido a depender de Dios como sólo saben hacerlo cristianos como ellos. He observado que los quejumbrosos son, generalmente, aquellos que disfrutan de una excelente salud. Los que se quejan son los que tienen menos razones para hacerlo, y esos amados santos de Dios que han alegrado mi corazón una y otra vez con sermones pronunciados desde los púlpitos de sus lechos de enfermos, han sido los hombres y mujeres más alegres y agradecidos por las bendiciones del Dios todopoderoso (pp. 43,44). “Más tenga la paciencia su obra completa, para que seáis perfectos y cabales, sin que os falte cosa alguna.” Santiago 1:4
¿Cómo ha respondido usted a las dificultades de la vida? ¿Lo han hecho mejor o más amargado? ¿Ha crecido su fe o se ha alejado de Dios? ¿Se parece su carácter más al de Cristo? ¿Ha permitido que el sufrimiento lo conforme a la imagen del Hijo de Dios? ¿Cómo obran todas las cosas para bien?
Tal vez el versículo que más se ha citado en épocas de dolor y sufrimiento es Romanos 8:28, que dice: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.» Este versículo se ha interpretado mal muchas veces y tal vez también se ha usado mal, pero la verdad que contiene puede consolar grandemente.
El contexto de Romanos 8 hace hincapié en lo que Dios hace por nosotros. El Espíritu Santo que mora en nosotros nos da vida espiritual (v.9), nos asegura que somos hijos de Dios (v.16), y nos ayuda a orar en momentos de debilidad (vv.26,27). Romanos 8 también coloca nuestros sufrimientos en el contexto más amplio de lo que Dios está haciendo: obrando su plan de redención (vv.18-26). Los versículos del 28 al 39 nos aseguran el amor que Dios nos tiene, que no hay nada ni nadie que pueda impedir que Dios logre lo que desea hacer, y que nada podría separarnos nunca de su amor.
Entonces, visto debidamente en el contexto de Romanos 8, el versículo 28 nos asegura poderosamente que Dios está obrando para bien de todos los que han confiado en su Hijo como Salvador. El versículo no promete que comprenderemos todos los acontecimientos de la vida, ni que después de un tiempo de prueba vamos a ser bendecidos con cosas buenas en esta vida. Pero sí asegura que Dios está obrando un plan bueno a través de nuestras vidas. Nos está moldeando a nosotros y a nuestras circunstancias para glorificarse.
El escritor Ron Lee Davis dice en su libro Becoming a Whole Person in a Broken World [Cómo convertirse en una persona completa en un mundo incompleto]: «Las buenas nuevas no son que Dios hará que nuestras circunstancias terminen siendo lo que deseamos que sean, sino que Dios puede incluir hasta nuestras desilusiones y desastres en su plan eterno. El mal que nos sucede se puede transformar en el bien de Dios. Romanos 8:28 es la garantía de Dios de que si lo amamos, nuestras vidas pueden ser usadas para lograr Sus propósitos y avanzar Su reino» (p.122). «Pero, ¿cómo se puede afirmar que Dios tiene el control cuando la vida parece tan descontrolada? ¿Cómo puede estar obrando para su gloria y, a la larga, nuestro bien?» En su libro titulado Why Us? [¿Por qué nosotros?], Warren Wiersbe afirma que Dios «demuestra su soberanía, no interviniendo constantemente e impidiendo esos acontecimientos, sino gobernándolos e invalidándolos de manera que hasta las tragedias terminen logrando Sus propósitos fundamentales» (p.136). Como Dios soberano del universo, Dios usa todas las cosas de la vida para desarrollar nuestra madurez y semejanza a Cristo, y para avanzar su plan eterno. Sin embargo, para lograr estos propósitos, Dios quiere usarnos para ayudar a otros, y quiere que otras personas nos ayuden a nosotros.