Hola amigos,
Estamos a pocas semanas de la Semana Santa y nadie como Phillip Yancey para resumirnos y permitirnos reflexionar sobre los acontecimientos de esa semana histórica, que se las entregaré en 4 partes.
Dios los bendiga,
Andrés
LA MUERTE: LA SEMANA DEFINITIVA
Por: Phillip Yancey
Una vez más los judíos se habían reunido en Jerusalén para recordar el éxodo y celebrar la Pascua; la esperanza había salido a flote: ¡El Mesías ha llegado! decía un rumor. Y luego, como un dardo disparado al corazón de la esperanza, llegaron la traición, el juicio y la muerte de Jesús…
¿Por qué la Providencia ocultó su rostro «en el momento más decisivo» … como si quisiera someterse voluntariamente a las leyes ciegas, estúpidas, implacables de la naturaleza? Fedor Dostoyevski
La iglesia en la que crecí solía pasar por alto los acontecimientos de la Semana Santa para apresurarse a escuchar la exultación de la Pascua de Resurrección. Nunca nos reuníamos para un culto el Viernes Santo. Celebrábamos la Cena del Señor sólo una vez por trimestre, desmañada ceremonia en la que solemnes diáconos vigilaban el avance de las bandejas con copitas como dedales y galletas partidas.
Los católicos no creían en la resurrección, me decían, lo cual explicaba por qué las muchachas católicas llevaban crucecitas «con el hombrecito clavado». Me enteré de que celebraban la misa con velas encendidas en una especie de rito sectario, síntoma de su obsesión con la muerte. Nosotros, los protestantes, éramos diferentes. Reservábamos para el Día de Resurrección nuestra mejor ropa, nuestros himnos más entusiastas y nuestros pocos adornos del templo.
Cuando comencé a estudiar teología e historia de la Iglesia descubrí que mi iglesia estaba equivocada en cuanto a los católicos, quienes creían en la Resurrección con la misma fuerza que nosotros y quienes, en realidad, escribieron muchos de los credos que expresan mejor esa creencia. De los evangelios aprendí que, a diferencia de mi iglesia, el relato bíblico se vuelve más lento, en lugar de acelerarse, cuando llega a la Semana Santa. Los evangelios, dijo uno de los primeros comentaristas cristianos, son crónicas de la última semana de Jesús con introducciones cada vez más extensas.
De las biografías que he leído, pocas dedican más del diez por ciento de sus páginas al tema de la muerte; incluso las biografías de hombres como Martín Luther King Jr. y Gandhi, quienes sufrieron muertes violentas y políticamente significativas. Los evangelios, sin embargo, dedican casi una tercera parte del texto a la última semana que culmina la vida de Jesús. Mateo, Marcos, Lucas y Juan consideraron que la muerte de Jesús fue el misterio central de su vida.
Sólo dos de los evangelios mencionan los acontecimientos de su nacimiento, y los cuatro incluyen sólo unas pocas páginas acerca de su resurrección. Los cuatro, sin embargo, ofrecen sendos relatos detallados de los sucesos que condujeron a la muerte de Jesús. Nunca antes había sucedido nada ni remotamente parecido. Los seres celestiales habían aparecido esporádicamente en nuestro horizonte antes de la Encarnación (recordemos el ángel con que Jacob luchó y los visitantes de Abraham), y unos pocos seres humanos habían regresado de la muerte. Pero cuando el Hijo de Dios murió en el planeta tierra, ¿como podía ser que un Mesías fuera derrotado, un Dios fuera crucificado? La naturaleza misma se convulsionó ante semejante hecho: la tierra tembló, las rocas se partieron y el cielo se oscureció.
Por años, al irse acercando la Semana Santa, he leído juntos los cuatro relatos de los evangelios, a veces uno después de otro, a veces entrelazados en un formato de «concordancia de los evangelios». Cada vez me siento abrumado por el puro drama. La exposición sencilla, sin floreos, tiene un poder demoledor y casi puedo escuchar en el fondo un repique de tambor que resuena lleno de tristeza. No se producen milagros, no hay intentos sobrenaturales de rescate. Es simple tragedia, más que las de Sófocles o Shakespeare.
Las fuerzas del mundo, el sistema religioso más complicado de ese tiempo, aliado con el Imperio político más poderoso, se confabulan en contra de un personaje solitario, el único hombre perfecto que haya jamás vivido. Aunque los poderosos se burlan de Él y sus amigos lo abandonan, sin embargo, los evangelios transmiten la fuerte e irónica impresión de que Él mismo está supervisando todo el largo proceso. Se ha encaminado en forma decidida hacia Jerusalén, sabiendo el destino que le aguarda. La cruz ha sido siempre su objetivo. Ahora, al acercarse la muerte, lleva la voz cantante.
Un año me adentré en los relatos de los evangelios cuando acababa de leer todo el Antiguo Testamento. En mi itinerario por los libros de historia, de poesía y de profecía, había conocido a un Dios de mucho poder. Caían cabezas, se derribaban imperios, desaparecían naciones enteras de la faz de la tierra. Todos los años los judíos hacían una pausa como nación para recordar la gran hazaña de Dios al liberarlos de Egipto, acontecimiento repleto de milagros. Descubría resonancias del Éxodo en los Salmos y profetas, indicios para una tribu acorralada de que el Dios que en otro tiempo había respondido a sus oraciones, lo podía volver a hacer.
Con esos relatos resonando todavía en mis oídos, llegué a la descripción detallada que hace Mateo de la última semana de Jesús. Una vez más los judíos se habían reunido en Jerusalén para recordar el éxodo y celebrar la Pascua. Una vez más la esperanza había salido a flote: ¡El Mesías ha llegado! decía un rumor. Y luego, como un dardo disparado al corazón de la esperanza, llegaron la traición, el juicio y la muerte de Jesús.
¿Cómo podemos nosotros, que conocemos de antemano el final, comprender jamás la sensación terrible que se apoderó de los seguidores de Jesús? Con el paso de los siglos el relato se ha vuelto algo común, y no puedo comprender y mucho menos recrear, el efecto de esa última semana en los que la vivieron. Me limitaré a relatar lo que me parece más destacado en este nuevo repaso del episodio de la Pasión.
LA ENTRADA TRIUNFAL
Los cuatro evangelios mencionan este acontecimiento que a primera vista parece la única vez en que Jesús se desvió de su aversión a las aclamaciones. La multitud extendió mantos y ramas de árbol sobre el camino para mostrar su adoración. «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» exclamaban. Aunque Jesús normalmente le tenía aversión a semejantes manifestaciones de fanatismo, esta vez los dejó gritar. A los indignados fariseos les explicó: «Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían.»
¿Se estaba reivindicando el profeta de Galilea en Jerusalén? «Mirad, el mundo se va tras él», exclamaron alarmados los fariseos. En ese momento, con varios centenares de miles de peregrinos reunidos en Jerusalén, le parecía a todo el mundo que el Rey había llegado con todo su poder para reclamar el trono al que tenía derecho.
Recuerdo de niño al volver a casa del culto del Domingo de Ramos, cortando de manera distraída las hojitas de las palmas, pasando rápidamente las páginas del boletín trimestral de la Escuela Dominical para llegar al tema siguiente. No tenía sentido. Si la multitud se le arrojaba a los pies una semana, ¿cómo lo arrestaban y mataban la semana siguiente?
Cuando leo los evangelios ahora encuentro tendencias subyacentes que ayudan a explicar el brusco cambio. En el Domingo de Ramos lo acompañaba un grupo de Betania, todavía alborozado por el milagro de Lázaro. Sin duda que los peregrinos de Galilea, que lo conocían muy bien, constituían otra gran parte de la multitud. Mateo señala que también lo aclamaban los ciegos, los tullidos y los niños. Aparte de estos grupos, sin embargo, el peligro acechaba. Las autoridades religiosas se sentían ofendidas por Jesús, y las legiones romanas, que había sido traídas para controlar a las multitudes que habían acudido para las fiestas, prestarían atención a la opinión del Sanedrín en cuanto a quién podía significar una amenaza para el orden público.
Jesús mismo tuvo sentimientos encontrados durante el clamoroso desfile. Lucas relata que al acercarse a la ciudad lloró. Sabía cuán fácilmente podía cambiar el humor de una multitud. Las voces que gritan: «¡Hosanna!» una semana después pueden vociferar: «¡Crucifícale!»
La entrada triunfal está rodeada de un ambiente de ambivalencia. Cuando leo los relatos juntos, lo que me parece que destaca es la naturaleza desconcertante de toda la situación. Me imagino a un oficial romano acudiendo a galope para ver si había disturbios. Ha visto procesiones en Roma, donde hacen las cosas bien. El general triunfador va en un carruaje dorado, con corceles que tiran de las riendas y las espigas de las ruedas resplandecientes a la luz del sol. Detrás de él, soldados en bruñidas armaduras despliegan los estandartes capturados a los ejércitos derrotados. Detrás sigue una procesión destartalada de esclavos y prisioneros encadenados, prueba viviente de lo que sucede cuando se desafía a Roma.
En la entrada triunfal de Jesús, el destartalado séquito no es más que la multitud entusiasmada: los tullidos, los ciegos, los niños, los campesinos de Galilea y Betania. Cuando el oficial busca al objeto de su atención, vislumbra a una figura melancólica que llora, cabalgando no en un corcel o carruaje sino a lomo de un pollino, con un manto prestado cubriendo el lomo de la bestia a modo de silla de montar.
Sí, se desprendía un aroma de triunfo el Domingo de Ramos, pero no la clase de triunfo que pudiera impresionar a Roma ni por mucho más tiempo a las multitudes en Jerusalén. ¿Qué clase de rey era ése?