Por: Phillip Yancey
Cada vez que leo el relato de Juan me sorprende su tono «moderno». Como en ninguna otra parte, uno de los autores de los evangelios ofrece un retrato realista, a cámara lenta. Juan cita extensos fragmentos de diálogo y subraya la relación emocional entre Jesús y sus discípulos. Tenemos en Juan capítulos 13 al 17, una memoria íntima de la noche más angustiosa de Jesús en la tierra.
Hay muchas sorpresas reservadas para los discípulos esa noche en la que celebran el rito de la Pascua, cargado de simbolismo. Cuando Jesús lee en voz alta la historia del Éxodo, la mente de los discípulos puede muy bien haber sustituido «Egipto» por «Roma». Qué mejor plan podía tener Dios que repetir ese ejercicio de fuerza en un momento así, con todos los peregrinos congregados en Jerusalén. La rotunda afirmación de Jesús avivó sus sueños más locos: «Yo, pues, os asigno un reino», dijo con tono magistral, y: «Yo he vencido al mundo.»
Al leer el relato de Juan me encuentro volviendo a un curioso incidente que interrumpe la comida. «Sabiendo Jesús que el Padre le había dado todas las cosas en las manos», comienza Juan en forma dramática, para luego agregar este final incongruente: «se levantó de la cena, y se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó.» Vestido como un esclavo, se inclinó para lavar la suciedad de las calles de Jerusalén de los pies de los discípulos.
Qué forma tan extraña de actuar del invitado de honor en la última comida con sus amigos. Qué conducta tan incomprensible de parte de un gobernante que luego iba a anunciar: «Yo os asigno un reino.» En esos días, lavar los pies se consideraba tan degradante que el amo no se lo podía exigir al esclavo judío. Pedro palideció ante esto.
La escena del lavamiento de los pies se destaca, para el autor M. Scott Peck, como uno de los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús. «Hasta ese momento lo importante en todas las situaciones había sido que alguien llegara a lo más alto y que, una vez ahí, permaneciera en esa posición o tratara de subir todavía más. Pero en este caso, este hombre que ya había llegado a lo más alto —quien era rabino, maestro— de repente desciende a lo más bajo y comienza a lavar los pies de sus seguidores. Con esa sola acción Jesús dio simbólicamente un vuelco completo a todo el orden social. No pudiendo comprender lo que sucedía, incluso sus propios discípulos se sintieron horrorizados ante tal conducta.»
Jesús nos pidió a sus seguidores que hiciéramos tres cosas en recuerdo suyo. Nos pidió que bautizáramos a otros, como Él había sido bautizado por Juan. Nos pidió que recordáramos la comida que compartió esa misma noche con los discípulos. Por último, nos pidió que nos laváramos los pies unos a otros. La iglesia siempre ha cumplido con dos de estos mandatos, aunque en medio de muchas discusiones acerca de qué significan y cuál es la mejor manera de cumplirlos. Pero en la actualidad, tendemos a asociar el tercero, lavar los pies, con pequeñas denominaciones escondidas en las colinas de los montes Apalaches. Sólo unas pocas denominaciones practican el lavamiento de pies; para las demás, toda esta idea parece primitiva, rural y poco complicada. Se puede debatir acerca de si Jesús quiso que ese mandato fuera sólo para los doce discípulos o para todos lo que vendríamos después, pero tampoco hay indicios de que los doce siguieran dichas instrucciones.
Esa misma noche, algo más tarde, se produjo una discusión entre los discípulos acerca de cuál de ellos era el mayor. De manera intencional, Jesús no negó el instinto humano de competencia y ambición. Simplemente lo orientó en otra dirección: «Sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige como el que sirve.» Entonces fue cuando proclamó: «Yo, pues, os asigno un reino»; un reino, en otras palabras, fundado en el servicio y la humildad. En el lavamiento de los pies, los discípulos habían visto un cuadro vivo de qué quería decir. Seguir ese ejemplo no se ha vuelto para nada más fácil en dos mil años.
TRAICIÓN
En medio de esta velada íntima con sus amigos más cercanos Jesús dejó caer una bomba: uno de los doce hombre reunidos a su alrededor lo entregaría esa noche a las autoridades. Los discípulos «se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba», y comenzaron a preguntarse unos a otros.
Jesús había tocado un punto susceptible. «¿Desde luego que no soy yo?» respondieron los discípulos por turno, poniendo de manifiesto sus dudas subyacentes. La traición no resultaba un pensamiento extraño. En la Jerusalén llena de conspiraciones, quién sabe a cuantos discípulos se les habían acercado los enemigos de Jesús para tantearlos. La misma Última Cena estuvo rodeada de peligro; el aposento alto lo había preparado clandestinamente un hombre misterioso que llevaba un cántaro de agua.
Unos momentos después que Jesús dejara caer la bomba, Judas salió sigilosamente de la habitación, sin despertar sospechas. Es claro que el tesorero del grupo quizá se excusó diciendo que iba a comprar suministros o a ocuparse de algún asunto caritativo.
El nombre «Judas», común en otro tiempo, casi ha desaparecido. Ningún padre desea poner a su hijo el nombre del traidor más famoso de la historia. Y sin embargo, para mi sorpresa, cuando leo ahora los relatos evangélicos lo que sobresale es su condición de hombre común y corriente, no su villanía. Al igual que los otros discípulos, Jesús lo había escogido después de una larga noche de oración. Como tesorero, obviamente gozaba de la confianza de los demás. Incluso en la Última Cena se sentó en un lugar de honor cerca de Jesús. Los evangelios no ofrecen ninguna pista en el sentido de que Judas pudiera haber sido un «espía» que se infiltró en el círculo más íntimo para planificar esta perfidia.
¿Cómo fue posible, pues, que Judas traicionara al Hijo de Dios? En el momento de hacerme la pregunta pienso en los otros discípulos que abandonan a Jesús en Getsemaní y en Pedro que jura: «No conozco al hombre», cuando lo presionan en el atrio, en la casa del sumo sacerdote, y en los once que obstinadamente se niegan a creer las noticias de la resurrección de Jesús. El acto traicionero de Judas difirió en cuanto a grado, pero no en cuanto a clase de las muchas otras deslealtades.
Lleno de curiosidad por ver cómo presentaría Hollywood el acto de traición, proyecté quince versiones de la acción de Judas. Me encontré con muchas teorías. Según unos, codiciaba el dinero. Otros lo presentaban como temeroso, que llega a la decisión de cerrar trato cuando los enemigos de Jesús lo fueron acosando. Otros lo retrataban como desilusionado, preguntándose: ¿por qué Jesús limpió el templo sagrado con un látigo en vez de movilizar un ejército en contra de Roma? Quizá se había cansado de la «blandura» de Jesús: como los militantes en la moderna Palestina o Irlanda del Norte, Judas no tuvo paciencia para una revolución lenta, no violenta. O, por el contrario, ¿esperaba acaso forzar a Jesús a actuar? Si Judas preparaba el arresto, sin duda que Jesús se vería obligado a declararse abiertamente y a establecer su reino.
Hollywood prefiere presentar a Judas como un rebelde complicado, heroico. La Biblia simplemente dice: «Satanás entró en él» cuando dejó la mesa para llevar a cabo su acción. En cualquier caso, el desencanto de Judas difirió, de nuevo, sólo en grado de lo que otros discípulos habían sentido. Cuando se vio claramente que la clase de reino que Jesús proponía conducía a una cruz, no a un trono, todos ellos fueron desapareciendo en la oscuridad.
Judas no fue la primera ni la última persona que haya traicionado a Jesús, sino la más famosa. Shusako Endo, el novelista cristiano de Japón, tomó la traición como tema central de muchas de sus novelas. Silence (Silencio), la más conocida, habla de cristianos japoneses que negaron su fe bajo la persecución de los shoguns. Endo había leído muchos relatos sobrecogedores acerca de los mártires cristianos, pero no había encontrado ninguno acerca de los traidores cristianos. ¿Cómo hubiera podido encontrarlos? Nadie había escrito ninguno. Sin embargo, para Endo, el mensaje más poderoso de Jesús fue su amor inextinguible, incluso y especialmente por quienes lo traicionaron. Cuando Judas guió hasta el huerto a una turba dispuesta a linchar a Jesús, éste se dirigió a él como «amigo». Los otros discípulos lo abandonaron, pero siguió amándolos. Su pueblo lo hizo ejecutar; pero estando en la cruz, desnudo, en la posición de ignominia definitiva, Jesús, con un esfuerzo supremo, exclamó: «Padre, perdónalos…»
No conozco ningún otro contraste más agudo entre dos seres humanos que el que se da entre Pedro y Judas. Ambos tuvieron liderazgo dentro del grupo de los discípulos de Jesús. Ambos vieron y escucharon cosas maravillosas. Ambos pasaron por el mismo ciclo agitado de esperanza, temor y desilusión. Cuando aumentaron los riesgos, ambos negaron al Maestro. Ahí termina la semejanza. Judas, con pesar pero al parecer sin arrepentimiento, aceptó las consecuencias lógicas de su acción, se quitó la vida, y pasó a la historia como el traidor más grande de todos los tiempos. Murió sin querer recibir lo que Jesús vino a ofrecerle. Pedro, humillado, pero siempre receptivo al mensaje de gracia y perdón de Jesús, pasó a dirigir un avivamiento en Jerusalén y no se detuvo hasta que llegó a Roma.